Cómo es Chalkroom, el mundo virtual de Laurie Anderson

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Laurie Anderson y un ingeniero mecánico y artista taiwanés llamado Hsin-Chien Huang, crearon la que se considera una de las la mejores experiencia VR del mundo, Chalkroom.

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“Primero fue la televisión. Un aparato a tres metros de distancia de nuestro cuerpo. Después, fueron las tablets, a menos de un metro. Luego, siguieron los celulares, a centímetros de nuestros ojos. Ya era hora de que entremos en las pantallas”, dice Hsin-Chien Huang, un ingeniero mecánico taiwanés que, luego de una larga carrera en Silicon Valley, decidió transformarse en un “artista de la ciencia y la tecnología”. Él fue quien le explicó a Laurie Anderson hasta qué punto la realidad virtual era la nueva guitarra eléctrica, el nuevo lápiz y papel, el nuevo “más noble material” del que un artista puede disponer. Y el que la convenció de co crear lo que hoy muchos consideran “la mejor pieza de VR (virtual reality) diseñada hasta el momento”: Chalkroom.

Chalkroom llegó a la Fundación Telefónica de Madrid después de haber ganado el premio “Best VR Experience” de la 74 Edición del Festival Internacional de Cine de Venecia, entre otros honores. Aunque estaría en cartelera dos meses, los turnos, que debían solicitarse  de forma gratuita y online, se agotaron en menos de 24 horas. A pocos días de inaugurada la muestra, la mayoría de las reseñas de los usuarios dijeron cosas similares, hablaron de “una extraña compulsión a repetir la experiencia una y otra vez”, “un punto de comparación que hace aburrida la realidad “normal””, “un antes y un después perceptivo”. Chalkroom no decepcionó a nadie.  

En este extraño mundo de nuevos planos, parece que para “salir” a explorar, medicarse será un opción. Lo sé porque en la fila para embarcarme en la aventura, alguien me habla de tomar dramamine para disfrutar “de verdad”.  Cuando lo comento con los miembros del equipo que asisten la obra, me entero de que, sin alguna pastilla que reduzca los efectos de náuseas y mareos causado por el movimiento, son muchos los que desisten ante el primer abismo que encuentran. Y eso es rápido. Minutos después de calzarnos los anteojos de VR, apenas se habilita el ingreso al espacio virtual, el precipicio que se revela alrededor de la banqueta es demasiado real para que un cuerpo comprenda que se trata de un “juego”. Algunos renuncian ni bien comienza el traspaso de realidades. Hay quienes se retiran a vomitar. Tal vez sea un ritual de iniciación, pienso. Algo similar a lo que les pasó a aquellos que durante la primera exhibición cinematográfica en París (la de la película de los hermanos Lumiere, que mostraba un tren irrumpiendo en la sala), huyeron despavoridos del cine. “Bienvenida la posibilidad de experimentar lo que sea, sin morir”, pienso. Lástima que nuestros estómagos no lo sepan. O tal vez, este es el precio a pagar por semejante libertad.

 

Yo “entré” a Chalkroom mentalizada. Resistí el susto del abismo. Entonces, pude ver una plataforma apareciendo ante mi y fui desplazada por el espacio, a través de enormes umbrales y esqueletos de edificios abandonados. Eventualmente, fui depositada en un salón abierto hacia las estrellas, con escaleras, pasillos y catacumbas. Cuando un menú verde fluo se sobre imprimió en mi espacio, como si estuviera pintado sobre una pared transparente, entendí que era hora de elegir mi propia aventura ¿Iba a explorar este enorme mundo desolado caminando, volando rápido, lento o iba a quedarme a escribir o bailar? Volar rápido fue tentador. Estiré mi mano y elegí esa opción. Luego, extendí mis brazos al estilo superman, para darle dirección al vuelo. Despegué con toda. A los pocos segundos sentí que la elección había sido equivocada. Los caminos para salir  eran tan estrechos e intrincados que empecé a pegarme contra las paredes. Aunque claramente nada de esto me producía dolor físico, mi corazón no lograba entender que lo que vivía no era cierto, se me salía por la boca. Recordé entonces las instrucciones que me habían dado. Si apretaba cierto botón de los controles, podría reposar y volver a elegir qué hacer. Lo apreté. Descendí a una zona apacible. Esperé a que mi corazón se calmara. A mi alrededor volaba polvo. En este edificio mastodonte, el espacio estaba repleto de goteras, cenizas y mugre pero la apertura de ventanales hacia cielos nocturnos era una de las cosas más bellas que había visto en mi vida. Me sentí afortunada de estar ahí. “Qué pena que no voy a poder volver cuando quiera”, lamenté. La experiencia había empezado hacía menos de dos minutos y yo ya estaba lo que se dice “emocionalmente involucrada”. Me dio un horror hermoso.

Es curioso que Laurie Anderson no haga referencia al psicoanálisis cuando habla del diseño de este universo “fabricado de historias y palabras” que es el Chalkroom. No sólo porque este espacio oscuro, con tinieblas pero destellos de belleza arrasadores, podrían ser una clara metáfora de un lugar mental como el inconsciente (también fabricado de historias y discursos), sino porque, incluso una vez que los visitantes logran dominar las técnicas de desplazamiento (algo para lo que, curiosamente, solo hay que controlar la ansiedad), al igual que sucede con el inconsciente,  es difícil descifrar qué tanto un comportamiento es realmente propio y qué tanto está inducido por fuerzas mayores que no identificamos lúcidamente. Por momentos, yo sentí que muchas de mis elecciones estaban “guiadas” por elementos (sonidos, luces) y es probable que así fuera. En realidad, efectivamente, parte de la técnica para escribir relatos no lineales es saber poner anzuelos que puedan dirigir sutilmente las acciones de los participantes. Sin embargo, en eso que parece “tramposo” está lo realmente extraordinario y aterrador de Chalkroom como obra: en la cantidad de posibles anzuelos contemplados. No sólo hay muchos, según sus creadores, hay tantos que probablemente una persona no llegue a vivirlos todos. Ellos comparan a Chalkroom con una biblioteca de historias, y dicen que “nadie, nunca, las encontrará todas”.” “En esta obra, llegamos al punto de crear en vano. Sabíamos que nadie iba a mirar atrás de cierta piedra o a reparar en ciertos detalles ¿pero no es así el mundo real?”, dijo Laurie en la presentación del proyecto en España. Mientras vuelo por el Chalkroom, un espacio íntegramente dibujado en tiza (de ahí viene su nombre), puedo intuir algo de esto. Desearía secretamente tener un mapa marcado por otro usuarios para guiarme y ver lo máximo posible, pero claro, aquí adentro, ni siquiera tengo cuerpo.

 

Dice Laurie que el disembodiment, es decir, la descorporeización, es la primera incomodidad que hay que enfrentar frente a esta obra. Cancelar el cuerpo (y de ahí la necesidad de dramamine), es el requisito para ingresar y permanecer. “Esto una experiencia artística”, explica, “pero no como un concierto o una obra teatral en la que uno está rodeado de otras personas. Acá, uno está totalmente desolado y ni siquiera cuenta con su corporalidad. Tal vez sea comparable a leer un libro”, observa. A esta descorporeización, ella le otorga un sentido realmente profundo. “Cuando alguien toma una foto de mi, realmente no puede capturar quien soy, porque yo soy la que mira, no ese cuerpo que es fotografiado”, explica. “Esa que mira es lo único que puedo ser en las experiencia de VR, por eso siento que una buena obra de realidad virtual nos permite conectarnos con quienes somos, en su su máximo sentido”, asegura. Ella cree que esta dimensión, tendrá repercusiones anímicas en nosotros: “Necesitamos más oportunidades para perder el cuerpo y recordar que somos tanto más que él, que la mayoría de las veces, nuestros cuerpos solo limitan lo que nuestra mente, nuestro espíritu,  haría sin problemas”, observa.

Entre esos condicionamientos corporales, hay gestos sutiles que Laurie parece tener muy identificados. “Noto que cuando entra a esta otra realidad,  la gente se olvida de mirar atrás, alrededor, arriba. Estamos tan orientados a mirar hacia adelante, a prestar atención a lo que se va presentando de forma lineal, que olvidamos explorar otros ángulos con libertad”. Efectivamente, durante la experiencia, el sentimiento de estar haciendo algo mal, algo incorrecto o peligroso, parece ser una constante en todos los que nos atrevemos a “ir arriba, hasta lo máximo” o a lanzarnos de cabeza a un precipicio. Una vez que comprendemos que, como en un sueño lúcido, todo terminará bien, es divertido desafiar las leyes de la lógica en la acción. Curiosamente, nada de eso anestecia al censor interno ni a las respuestas fisiológicas del vértigo y la adrenalina.

 

Dicen que hoy los verdaderos featuring, los rupturistas e innovadores, son los de los artistas con lo programadores. En un mundo en el que ya nada parece sorprendernos,  esta comunión es la que tiene verdaderas chances de expandir nuestra concepción de lo verosímil. Chalkroom es un ejemplo de eso: permite comprender nuestra época más allá de la razón pero va un poco más lejos y habla también de lo que siempre estuvo en nosotros y fundamentalmente, de lo que va a venir. Parada en un desierto color moretón al que llegué no sé cómo, puedo sumar otro mérito: hace todo eso de una manera tan pero tan bella…  

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