El viaje había empezado hacía como quince años, cuando encontré una biografía de Salvador Dalí en una librería de segunda mano en Caballito que en su primera página, para mi, decía «Denise»…
Ahora la veo y creo que decía «Daniel» pero en ese momento leí mi nombre y me pareció una señal para comprar el libro. No es que fuera mucho riesgo, salía $5. Y ahí empezó el trip que ahora me tenía parada en el living de Dalí, mirando sus animales disecados, sus piedritas favoritas, sus espantosos adornos.
El libro estaba escrito por una tal Amanda Lear, quien se autoproclamaba una de sus mejores amigas y que tenía la llamativa costumbre de recordar cada anécdota junto a Dalí describiendo a la perfección lo que llevaba puesto ese día. Ese aspecto me parecía muy frívolo, pero me entretenía y pronto empecé a esperar cada descripción de sus vestiditos casi tanto como las anécdotas mismas. Ella, además de contar la naturaleza del vinculo con Dalí contaba otras como su romances con el quinto Rolling Stone primero y con Bowie después. Este último de hecho, le produjo un disco (como a Leevon Kennedy), el cuál promovió en un tour que se terminó cuando llegó a Buenos Aires y la asaltaron (o tuvo esa sensación).
Recuerdo lo que había llorado al final del libro cuando ellos se despedían porque él se iba a morir. Estuve sensible varios días pero por alguna razón, nunca me había puesto a investigar a Amanda.
Una noche, mientras esperaba para salir a tocar en Niceto, en alguna de las fiestas Divas y Divos, vi un clip de esta tal Amanda Lear. Era una travesti. No recuerdo si se le notaba o si me lo contó alguien que miraba la pantalla cerca mio. En Divas y Divos todos manejaban información popera de ese estilo. Lógicamente, tuve que releer todo el libro para entender mejor su audacia y la amistad con Dalí. Lo volví a leer no una, varias veces, ahora sabiendo mejor por qué su vínculo era tan polémica y sí, por qué describía tanto sus outfits. Tantas veces lo leí que empecé a vivirlo.
Tengo una tendencia a meterme fuerte en los universos que me atraen, sean literarios, sonoros, visuales. Viajo, viajo bien y correctamente con las fantasías que me despiertan y generalmente, cuando conozco los lugares a los que me llevó un libro, los conozco en serio. Asi que cuando llegamos a Cadaqués, después de un viaje memorable (por lo jugada que estabamos de tiempo) con mi amiga Lu, yo ya había estado ahí. «Es todo como me lo imaginaba, exacto como me lo imaginaba». No estaba flasheando, era en serio.
Entonces no tuve que conocer nada, simplemente recordar las flores amarillas que Dalí disecaba y plantaba hacia abajo ( ¿Por qué las flores tiene que crecer solo para arriba?), las jaulitas en las que capturaba grillitos para que le canataran y el espejo inclinado en un vértice de su habitación para poder ver el amanecer sin levantarse ni cambiar el angulo de su cama. Sus anteojos, su sala de acuarelas y pior supuesto, su atelier. Amanda ya me había llevado.

Flores al revéz
A medida que recorría Cadaqués recordaba cada pasaje del libro, veía la invasión de gatos a los que Dalí mataba (!!) , los olivos, el eterno pasadizo por el que se llegaba solo a pie, a su puerta. Cerré el circulo del libro a la perfección. Tuve la certeza de que Cadaques quería que yo lo visite tanto como yo quería visitarlo. Los mundos similares se atraen.
No es racional pero cuando me involucro en historias, en estéticas, en colores, en sonidos, yo se a donde pertenezco y parte de mi cabeza, al componer, al escribir, al pensar, puede emplazarse ahí naturalmente. Cuando eso pasa solo resta ir y chequear que todo esté tal como lo había visto en el ojo de mi mente, tener la confirmación mágica de la intuición creativa.
Por eso, de vez en cuando paso por casas de amigos que nunca conocí, en mundos que nunca habité y en tierras que jamás imaginé pisar, solo para recordarme a mi misma lo que es tener certezas inexplicables.
Cadaqués es parte de mi Lovely Planet