Me cuesta bastante entender qué diversión encuentra la gente en los karaokes, así lo que vi en el barrio más bohemio de Quito, fue un completo desafío para mi razón.
Visité un bar de la adorable callecita La Ronda con nuevos amigos que conocí en ese viaje de prensa: el blogger brasilero Guilherme Cury (su blog) y el fotógrafo colombiano Juan Vargas ( sus aventuras en el Diario El Tiempo). Nos habían dicho que la movida estaba en ese rincón y en esos karaokes asi que hacia allí fuimos.
Entramos a una casona colonial preciosa, oscura, iluminada por velas. En su salón principal, media docena de parejas estaban noviando, romantiqueando, pegaditos. Supimos inmediatamente que estábamos de más pero pensamos que seguro en un rato «se ponía». Entonces poco a poco, una extraña dinámica comenzó a revelarse frente a nosotros, una dinámica que terminaría por dejarnos frente a frente con la cara más sorpredente de la ciudad: su romanticismo. Por las mesas, la camarera pasaba una lista y cada pareja se anotaba para cantarle a su compañero en la cara, alguna balada pegajosa. Pagaban 50 centavos de dólar para que les acercaran el micrófono y les permitieran hacer semejante de dedicatoria. Una señora, a la cual no me atreví a fotografiar, cantó con total desesperación un tema que hablaba de una mujer abandonada que intentaba de salir adelante sola, con su hijo. Ella parecía sufrir en su sentida interpretación y su novio le tomaba la mano y la miraba con los ojos completamente llenos de lágrimas, intentando consolar su pesar.
Ninguno, ni uno de todos los que cantaron esa noche mirando a los ojos a su amado, embocó una nota. Todo fue fuera de tono, gritado, a destiempo, llorizqueado. Sin embargo, nadie esbozó la más mínima sonrisa socarrona, nadie se burló. Nadie excepto nosotros. Nosotros hicimos lo que todo lo que unos grandotes pelotudos hace en momentos como ese: nos codeamos, nos tapamos la boca, nos tentamos y les sacamos fotos. También los parodeamos cantando canciones entre nosotros, luego de anotarnos en esa lista. Sin embargo, nadie se rió de nosotros.
Tanta gracias nos causó que al otro día lo comentamos en la camioneta para seguir riéndonos, frente a nuestro guía de turismo equatoriano que enloqueció. «¿Qué es lo que les causa tanta gracia?» nos preguntó. «No sé», intenté justificarme, canchera, esplendida. «Si a mi me viniera un tipo y me cantara semejante drama todo desafinado y en mi cara, también lloraría, pero de miedo», continué. «Eso es porque tu evalúas al otro con tu cabeza, lo mides, no te conectas con el sentimiento. Nosotros no estamos puntuando las capacidades musicales de nuestra pareja ni su talento, estamos compartiendo vulnerabilidad, sensibilidad, mostrándonos frágiles frente al otro. Eso que tu viste es un acto de confianza y respeto». Game Over. Me liquidó.
Ecuador se caracteriza por tener una sociedad más bien conservadora, en comparación a la argentina. Y curiosamente, también mucho más romántica. Eso se ve en el nombre de sus callecitas, en el culto por las flores (allá los hombres regalan muchas) y en su música.
El cortejo, a diferencia de lo que pasa en Buenos Aires, es un ritual ya armado, con pasos claros, con roles definidos, con cosas «imperdonables» que acá ya son comunes (sugerencias sexuales directas, primeras citas en la cama etc). El compromiso tiene otro peso desde el vamos. Se considera por ejemplo que si aceptaste una tercera cita con alguien, ya estás noviando. Todas estas cosas, admitamoslo, son una especie de viaje en el tiempo para el porteño promedio.
Sin embargo, más allá de las costumbres, este encuentro cara a cara con mi cinismo me dejó pensando en ese lugar que ellos le dan a la música como expresión de vulnerabilidad y el que le doy yo, como expresión de potencia y seducción. Ese choque de mundos de esa noche y esa charla con Ezequiel el guía, me mostraron lo limitada de la paleta de colores que uso a veces para pensar las cosas. Instantáneamente mi paleta se agrandó.
No se si alguna vez voy a entender el ritual quiteño del karaoke pero sí puede entender su punto y lo respeto. No volvería a reírme de ellos. Esa es la función más hermosa de los viajes: sacarte vendas de los ojos. Iba a decir del corazón pero…no soy tan romántica ❤
En realidad, La Ronda no es el barrio más bohemio de Quito (nuestra dirección de Turismo lo promociona así, especialmente en el extranjero, pero nada que ver). La verdadera bohemia está en todo caso en la Zona de la Plaza Foch, más al norte de la ciudad. Desde luego, eso no quiere decir que en La Ronda ni haya bohemia ni haya encanto. La aclaración se hace pertinente debido a esto: La Ronda, y La Foch son dos sectores que primero, difieren en edad: la gente que acude a La Ronda es mayor que la que acude a la Foch. La odiosa «diferencia de clase» también se hace latente: La Ronda es un sector más caro que La Foch, en general. También las ordenanzas municipales juegan un papel importante, que quizá pudo influir en tu percepción: en La Ronda, al estar ubicado en el Centro Histórico de Quito, hay muchas más restricciones en temas sobre por ejemplo, alcohol y circulación. De ahí, no te equivocas en tu percepción del karaoke. Acá se canta más con ñeke que con técnica. ¡Saludos Denisse, siempre que paso por el Centro me acuerdo de vos!
Me gustaMe gusta