Relampago en la oscuridad: Adiós Toto

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Vi a Adicta por primera vez en vivo a fines de 2004 en El Teatro de Colegiales en un show de su banda, Adicta. Esa noche tocaba con Juana La Loca y con alguien más, con Daniel Melero o 7 Delfines, no recuerdo. Llegué invitada por un chico que se convertiría en mi novio tiempo después.

Nota publicada en La Agenda

Era el baterista de Adicta por entonces. A mí no me interesaba casi nada del sonido local pero esa noche algo me hizo click. Ahí había algo armado desde hace rato, algo que evidentemente yo me estaba perdiendo: una suerte de cruzada épica, una fantasía perfectamente acordada entre esas 500 personas presentes y las bandas que tocaban en la movida sónica, post sónica, o lo que fuera. La fantasía aseguraba que el electro pop nacional iba a ser algo grandioso y que como alguna vez  lo hizo Soda Stereo con el rock en Latinoamérica, probablemente alguno de esos grupos modernos que gravitaban por las pistas de la ciudad, iba a liderar una nueva movida en esta parte del continente. En esa movida, todos acordaban, iba a haber hombres más o menos maquillados, toneladas de sintetizadores, baterías tocadas con click (¡los buenos bateristas tocan con metrónomo!) y canciones tan retorcidas como bailables. Sobre un caballito de batalla glamoroso, se iban a desafiar los cánones machistas y hippies del rock latinoamericano, se iba a “manchesterear” la escena sudaca.

Se sentía en el aire. Lo creían todos. Era el próximo paso. Miranda ya tomaba la punta, ya había entrado en la radio, ya tenía un hit pero ese era solo el comienzo de un ataque masivo. Supongo que eran lo últimos coletazos de la mentalidad “mainstream versus under”, en una época en que aún creíamos que salir en MTV, en un horario que no fuera el de la madrugada (en el que iba todo lo arriesgado), podía cambiar el destino de una banda. Lo cierto es que esa noche yo también me convencí de que algo enorme iba a pasar. No lo sabíamos entonces pero de tanto esperar que algo enorme pasara, todos nos estábamos perdiendo la enormidad de lo que ya estaba pasando: de lo mágico de tener un folklore propio, de compartir ese universo estético que era, por lo menos, convincente y sentido. Sabíamos que Buenos Aires era una ciudad más mágica por tener personajes así, pero no alcanzaba: queríamos que esos personajes salieran a otras capitales para comprobar que lo que percibíamos era real. Y Toto tenía con qué impresionar: llegabas pensando que ibas a ver a un hombrecito frágil cantando al lado de otro con un sintetizador (muchas veces tocaban así, junto a Rudie Martinez, en algo llamado “formato DJ set”). Llegabas sabiendo también que Gustavo Cerati le había prestado el estudio para grabar su primer disco (y si Gustavo, gurú absoluto de la movida, hacía eso ¡algo había!). Y llegabas sabiendo -un vistazo bastaba- que ibas a encontrarte con algo afeminado y sofisticado hasta lo huesos. Entonces te encontrabas con todo eso y además, con un frontman feroz escoltado por una banda con una energía terriblemente masculina. Y aunque sus detractores juraban que eso les daba risa, yo creo que les daba miedo. Contrario a lo que indica el protocolo electro popero, e incluso las mismas bandas que Adicta admiraba, como Nitzer Ebb, Sister of Mercy o el “early Depeche”, Toto, su co equiper y socio Rudie Martinez y la banda en sí, eran muy sucios, distorsionados. Te miraban desde arriba de un banquito, que estaba además arriba de un escenario, que estaba además arriba de sus egos. Podían jugar a ningunear al público que aceptaba encantado el desplante de un cantante que les hacía fuck del escenario o se tocaba los genitales, en un gesto que podía leerse como “ustedes me chupan un huevo”. Y ese juego de maltrato era un código establecido que unía aún más a Adicta y su manada.

Toto era feroz pero delicado, era intenso pero dulce, era muy fuerte pero vulnerable y podía llorar cantando una balada en la que acusaba de “esquimal” a una persona que prefería encerrarse en el frío. Frente a un rock que se burlaba de Mambrú pero también de Leo García, y que puteaba a Cerati por revolcarse con la electrónica, Toto tenía todas las fichas para ser apaleado colectivamente. Y eso pasaba casi siempre en los festivales. Le fallaba a todos: en el Quilmes Rock, Adicta era electrónico. En Creamfields, Adicta era rockero. Para ser gay (y él aseguraba que no lo era, aunque sus canciones hablaran de amores masculinos) era muy travesti pero para ser travesti, era muy chongo. Para ser pop era muy torturado pero para ser dark, era muy bailable. Epic fail constante.

Por ese entonces, se había establecido una suerte de River-Boca entre Adicta y Miranda. No estoy segura de que se sintiera eso en los recitales de Miranda pero en los de Adicta, siempre había un bloque de puteadas para la banda de Ale Sergi. Muchas historias corrían acerca de cómo Miranda siempre se interponía en el éxito de Adicta. Una de ellas relataba cómo Pol-ka había roto el corazón de Adicta cuando, tras prometerles un video gratuito “a nivel internacional”, los había descartado para terminar filmando con Miranda por ser “menos chocantes”. Verdad o mentira, las historias que nutrían el resentimiento de los fans de Adicta iban siempre en una misma dirección y concepto: al parecer, había una manera potable de ser raro y no era la de Toto, coronado como el más raro de los raros. Un oasis de regocijo para la oscuridad. Entre tanta ambigüedad, si Ale Sergi era el “rarito copado” que se llevaba bien con tu tía, Toto era ese que la familia prefería encerrar en la pieza del fondo: sus categorías (o ausencias de) eran demasiado desafiantes. Aunque quisieran potabilizarlo para “dar el batacazo” cada vez que tenían la oportunidad de mostrarse a nivel masivo, saliendo en TV abierta por ejemplo, por sus poros, por sus labios, se filtraba toda su rareza incontenible. Tal vez no era tan grave que se dejara la barba y aun así decidiera usar pollera, o que lograra masculinizar su look sin desprenderse de sus bucaneras de charol, pero si tan solo hubiese dejado de cantar acerca de la cantidad de prozac que desperdiciaba en un amor fallido, lo dispuesto que estaba a arruinar su vida por un capricho sexual o la compulsión por destruir lo poco que le salía bien, tal vez el mundo lo hubiera asimilado más fácilmente.

Pero el que avisa, no traiciona: “Cámbiame por calma. Cámbiame por años de tranquilidad. Sólo doy fastidio. Vuelve a lo seguro y mira desde allá”. Pocos vouyeristas de sus revolcones públicos con la oscuridad sabían que cuando el show terminaba, Toto, cuya edad era imprecisa, regresaba a casa con el amor de su vida: su mamá, que era guardiacárceles. No le gustaban las fiestas y a diferencia de sus colegas de escena, repletos de dobles y triples vidas para asegurarse una supervivencia, él no quería tener ningún otro trabajo: Adicta era su plan A, y B y C. Y aun así Toto era una especie de torbellino perfectamente capaz de destruir todo esos planes cuando se dejaba arrastrar por sus intempestivas corrientes internas. De hecho, se terminó yendo a las patadas con el resto de Adicta en 2012, luego de amagar decenas de veces antes.

Los suicidas no tienen planes. Pero Toto tenía varios. El 23 de junio iba a cantar en el casamiento de Luciano y Octavio, una pareja de fans. El día que lo llamaron, Toto estaba contento: había conseguido una silla de ruedas para su madre, que estaba enferma, y esta propuesta, además, le acercaba algo del dinero que necesitaba para grabar un nuevo disco, unos 5500 pesos. Ese era otro plan. Uno importante. No se sabe –¿alguien puede saber?– cuál fue el peso que destruyó el siempre precario pero efectivo equilibrio con el que Toto gestionaba su eterna angustia y la convertía en arte. Sí se sabe que las toneladas de oscuridad destilada en formato de canciones emanaban de algo mucho más profundo que esa superficie tantas veces cubierta de vinilo y peluche. Y que la autenticidad con la que emergía era probablemente más valiosa que el éxito en Latinoamérica que nunca le llegó.

Dice Alaska, la reina española del electro pop alternativo, que en ciertos artistas las ciudades encuentran una rejilla: hacia ellos va la mugre de la metrópolis, lo no clasificable, lo que sobra. Algunas personas saben hacer algo hermoso de eso, aunque la corriente termine por drenarlos. Adrián Nievas, Toto, que murió ayer en La Plata, fue uno de ellos.

Foto: Diego Osi.

Esta nota fue publicada el 25 de mayo de 2015 en http://laagenda.buenosaires.gob.ar/post/119852631400/rel%C3%A1mpago-en-la-oscuridad

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